lunes, 4 de mayo de 2009

Abuelo; la Fuerza de Él: Manuel

El nieto recordaba la fuerza de su abuelo. A los seis o siete años, aquélla se refiere a lo físico y su abuelo, Manuel, era insólitamente fuerte. El recuerdo más lejano lo ubicaba en Avenida José María Vértiz, en la Doctores. El abuelo Manuel le dijo a su nieto: –Estira tus manos hacia arriba y agárrate de mi brazo– El nieto lo hizo y el abuelo, con esa extremidad estirada por completo, logró despegar del suelo, con una sonrisa, los pies de esa pequeña humanidad de, acaso 20 kilos. Para el nieto era sólo un juego como el balero de madera que su abuelo le había regalado el Día del niño, como la matraca o el yoyo; juguetes y regalos que la memoria del nieto sólo lograba ubicar en el 15 de Vértiz.

El nieto frente al abuelo, jugaba a inventar porque a la edad en que uno se entera que también lo llaman nieto, como a sus primos Diana, Armando, Penélope, Hermes, Fuensanta, Pamela o Tenoch; es cuando no hay mundo y uno miente para vivir y conversar e inventar junto con el entorno que también es un invento del abuelo, de su vida, de sus decisiones; sus desaciertos y sus asunciones. Y todo esto que empezamos a entender con el paso de los años, no es más que la casa del abuelo, con el suelo de mosaico verde, las paredes blancas, la vitrina pequeña y gris, la mesa rectangular en la que siempre cabían todos: hermanos, hijos y amigos del abuelo. Porque el abuelo tiene un hermano, más o menos de la edad de uno de sus hijos y sus nietos tenemos, más o menos, la misma edad que los nietos-sobrinos de él.

El nieto veía (y lo digo en tercera persona para que cualquiera de sus nietos pueda sentirlo más fácilmente) a los mayores sentados en esa mesa rectangular. Entre ellos se pasaban una botella con un líquido que pronto se agotaba. Todos reían y platicaban. Discutían con ademanes de irreconciabilidad y luego se abrazaban y cantaban algo que sonaba en la consola y que hacía que todos dejaran de discutir y se pusieran de acuerdo en que “el Nano” era el mejor.

Pero Antonio, Jorge o Humberto; acaso Ulises, nuevamente empezaban con el debate; aunque Elena intententaba conciliar, la polémica florecía. El nieto sumergido en una ignorancia que solía estar más cerca de la incomprensión que de la duda, sólo miraba a sus mayores reírse por algo que alguno de ellos decía; por la mente del nieto “¿Por qué se ríen de nada?”

Cuando uno es niño, el abuelo es el sabio y fuerte; lejano e inexplicable; cariñoso y duro. El que nos regala juguetes y juega con nosotros y nos ayuda en esa labor imperiosa de todo niño: inventar para reír y vivir.

Un buen día, ese hombre deja de cargarnos y nos saluda de mano y nos sonríe tiernamente y nos sentimos queridos y sabemos que algo ha cambiado. Otra vez, es como volver a conocer al mismo hombre, ése que nos cargaba con un solo brazo, que nos regalaba juguetes o nos llevaba de la mano a la feria.

Es como tener que aprender a conocer a una persona diferente; ¡pero no!, quienes hemos cambiado somos nosotros. El abuelo percibe que “esos locos bajitos que se incorporan”, ahora necesitan dinero para irle a comprar dulces a Doña Catita.

El nieto en sus años de su adolescencia, perdió al abuelo de vista; no hay necesidad de explicar o justificar. A los sesenta y tantos, el abuelo empieza a ver su vida, lo que hizo y dejó de hacer. Los nietos son una noticia que portan sus padres, travesuras lejanas, diplomas escolares. Los sesenta y tantos son las ganas del resumen, el querer ver a los hijos bien, tranquilos, lo mejor posible que se pueda. Es poner, nuevamente, atención en lo hecho, en los hijos, los hermanos, en la toda familia.

El nieto creció, y empezó a poner atención a lo que le contaban del abuelo; sus logros, sus miedos, sus nostalgias y sus felicidades.

El nieto adolescente juzga por antonomasia, porque cree que cada verdad que aprende del mundo es absoluta y le basta para juzgar a sus mayores: ¡Oh, vida, que cada juicio practicado sobre nuestros mayores nos acerca más a lo que tanto desdeñamos!

–Oye, abuelito…

–No, nada de abuelito, dime abuelo–.

–Abuelo, ¿cómo era el barrio de la Doctores cuando eras joven?

–Mmm… Una vez estaba con los amigos de acá a la vuelta. Estábamos fumando de la hierba que conoce tu tío, jejeje… Y que pasa una julia y se me ocurre decir: “Hay ojitos pajaritos”. Fue la primera y única vez que la probé, y nos llevaron a la Delegación.

–Pero, ¿por qué se los llevaron?–

–Ah, ¿es qué no sabes?... ojitos pajaritos significaba o significa, ahora no sé; en ese tiempo era como decir: “Hay ojetes tecolotes”; y vámonos, que nos suben a la julia, jejeje…

Las risas del abuelo. Fue el día en que el nieto se aprendió de memoria las carcajadas del abuelo. Esa tesitura inviolable que mezclaba nostalgia y alegría de volver a recordar. No sé cómo es recordar las cosas a los sesentas; no sé si lo llegue a saber, pero al abuelo Manuel, desde ese día, empecé a conocerlo como persona, como un hombre que hizo sonreír y reír al niño que un día fui.

Por ese entonces, el nieto aprendió las parsimonias del abuelo: Hombre culto hasta donde el amor por los suyos se lo permitió, porque el abuelo tuvo que trabajar para mantener, y a él le gustaba aprender. Alguna vez leyó el diccionario, todo el diccionario. Al nieto o a los amigos o a los hermanos, pudiera parecerles un esfuerzo poco eficaz, pero el abuelo amaba su idioma y esa lectura fue una forma de demostrarlo. Jamás pretendió memorizar esa colección de significados, simplemente, leer y aprender. Ello es quizás una de las formas más limpias del amor a la vida, porque el abuelo fue parte de la generación de hombres que no supieron hablar del amor y, sin embargo, lo practicó con sus actos de una manera impecable.

Gran jugador de baraja inglesa, buen tomador, excelente bailador de tangos.

–Victor, el tango tiene una elegancia fortuita, callejera; no es Piazzolla, es Gardel; no es la finura, es el arrabal, el lunfardo–, me decía con una sonrisa y una mirada que probablemente se perdía en su juventud y a un lado quedaban La Jornada, Luis Carbajo, Alejandro Aura; todos esos programas de televisión que lo entretenían.

Las lentitudes del abuelo para comer. El nieto se sentía bulímico porque el abuelo masticaba tanto, tanto, que era adormecedor ese ritmo.

En la reunión que hubo cuando el nieto se tituló de licenciado en Economía, el abuelo cantó “Garufa”. Fue maravilloso porque el nieto no supo, hasta después, que el abuelo Manuel no había cantado así desde hacía años. Apostando contra su salud, bebió y disfrutó.

Para entonces, el abuelo era un apelativo porque el nieto ya lo veía como un hombre que concursó en la vida con lo mejor de sí. El nieto sabía que ese hombre poseía algo más valioso que la inteligencia: la sabiduría en pleno ejercicio, porque la sabiduría todos la llegamos o llegaremos a tener en un momento dado de la vida, pero ejercerla es una labor propia de amor y la disposición a enseñar. El abuelo Manuel tuvo ambas.

Si el nieto heredó algo físico del abuelo, fue la quijada y el semblante gallardo y taciturno; pero especialmente, la lentitud para difundir lo inteligido, que es un defecto y una virtud, según las circunstancias. Pero el abuelo era casi Funes el memorioso a la hora de recordar, porque describía los detalles más nimios de sus anécdotas.

Me contó que un ladrón afamado en los cuarentas, el Coller Ramos, que no ratero, pues hay gran diferencia, lo invitó a robar una casa de un General (dato que no supieron, sino hasta después). Fue un fiasco.

Hace pocos días, me contó que su padre lo llevaba a reuniones del sindicato, que lo inscribió para que recibiera mensualmente un folleto comunista. El abuelo fue stalinista.

–Era la única información que me llegaba; ahora sé quién fue Stalin–.

Hace pocos días, se quedó a dormir en mi casa. Recuerdo una noche en particular.

–Abuelo, me voy a la presentación de un libro de poemas de mi amiga Yolanda–, le dije sin apuro, sólo para decirle que llegaría tarde y que nos veríamos hasta la siguiente noche.

–A mí me gusta la poesía. Empecé a leer poesía desde los dieciséis; me gusta mucho, pero luego pura política leí… Me acuerdo de un poema de Amado Nervo… A ver sí me acuerdo…

“Muy cerca de mi ocaso, yo te bendigo, vida,
porque nunca me diste ni esperanza fallida,
ni trabajos injustos, ni pena inmerecida;

porque veo al final de mi rudo camino
que yo fui el arquitecto de mi propio destino;

que si extraje la miel o la hiel de las cosas,
fue porque en ellas puse hiel o mieles sabrosas:
cuando planté rosales, coseché siempre rosas.

...Cierto, a mis lozanías va a seguir el invierno:
¡mas tú no me dijiste que mayo fuese eterno!

Hallé sin duda largas noches de mis penas;
mas no me prometiste tú sólo noches buenas;
y en cambio tuve algunas santamente serenas...

Amé, fui amado, el sol acarició mi faz.
¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!”

Antes de partir, ¡me lo recitó de memoria!; nadie, sólo el nieto fue testigo de ese suceso y se siente agradecido. El nieto se sintió niño nuevamente y verificó en ello, otra vez, la fortaleza de su abuelo. Ya no era ese brazo estirado del hombre fornido que levantó al niño de seis o siete años; era el viejo abuelo que levantaba la esperanza desmayada del hombre-nieto que se espabilaba, ¡con la voz de quien tiene algo qué decir!

No sé por cuánto tiempo yo vaya a vivir, pero en esta levedad, me llevo el canto del abuelo Manuel que entero, se despidió de mí esa noche, mostrándome su primer amor a la lectura.

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Creo que mi abuelo, en voz de Gardel y Le pera, nos diría (se escucha de fondo):
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"Adiós, muchachos, compañeros de mi vida,
barra querida de aquellos tiempos.
Me toca a mí hoy emprender la retirada,
debo alejarme de mi buena muchachada.

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Adiós, muchachos. Ya me voy y me resigno...
Contra el destino nadie la talla...
Se terminaron para mí todas las farras,
mi cuerpo enfermo no resiste más..."