sábado, 28 de junio de 2008

Una Noche Más de Junio

Un gran ventanal hace las veces de precipicio en mi habitación. Por las noches, antes de dormir, hago a un lado la cortina, para mantener en mi memoria la inconmensurabilidad de esa sábana negra hidrogenada que amaga con velar las miserias de la ciudad que parece metálica.
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Casi siempre me quedo dormido observando los lunares de neón que delatan la imperfección de la negrura cósmica, y es entonces que estiro mi mano para colocarla entre sus tibios muslos para asirme a su feminidad antes de que la fuerza centrípeta de la noche me arranque de mi lecho.
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Es cuando advierto que ella es otra fuerza oscura e ignota que me hala hacia su centro. Me parece que fue Machado el que lo dijo mejor: En el mar de la mujer muchos naufragan de día; pocos al anochecer.

Un hombre está hecho de preguntas que vienen empaquetadas en alguno de los 23 pares de cromosomas. Una mujer está hecha de respuestas, y el amor es ese maestro de la vida que nos enseña a preguntar y a responder, pero primero hay que escuchar ese susurro que se pierde entre tanta palabrería necia. Porque si no se escucha bien quedan dudas. No tengo nada qué decir al respecto, hace mucho que a aquéllas les hablo de usted, aunque ellas me aman.

Algunas noches me levanto y pongo música en el reproductor. La mayoría de las veces estoy solo, pero no solitario, que es lo mismo pero no es igual. Suelo tomar una cerveza y deambular por la casa. He llegado a pensar que ya no tengo nada qué decir y aportar. Cavilo entre guardar silencio o dedicarme a leer. Hay silencios sanos y otros perjuiciosos; la lectura en ocasiones es un refugio para quien huye del discurso; pero otras tantas, un hotel para preparar la argumentación.
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Miro en la hondura del espejo:
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Soy el guiño de ojo que no devolviste, la soga al cuello cuando juegas billar, el cambio que no le devolviste a tu madre hace tiempo, lo que no dijiste cuando aún podías hacerlo, los últimos dos dígitos de la raíz cuadrada de dos, el Si sostenido en tu pentagrama, la verja que nadie abrió, el verbo que no ejerciste, la lucha que te venció, el horror que despierta una margarita, la razón que esgrimen las navajas, el olvido privatizado en alguna ley.

Eres el héroe de los habitantes del patíbulo, el nudo de corbata que al mediodía te asfixiaba, la bala que se negó a jugar la ruleta rusa, el punto G virgen, la ostia que el cura negó, la cicatriz que busca su herida, el murmullo de dioses errantes, el teléfono de hospital que suena ocupado, la mansa esperanza del general que declaró la guerra, el invento de un niño de seis años, la lágrima del cocodrilo, la intención del fénix por ser cisne.

Cierro los ojos y apareces vos que en este momento estás leyendo.

domingo, 15 de junio de 2008

(Paréntesis) Final

(Una línea color negro… no, más bien es mugre; líneas que se cruzan: perpendiculares, algunas paralelas como yuxtapuestas. Intento elevar mi cabeza y veo Blanco y líneas, cuadros blancos, ¿o son rombos? Fríos, están fríos. Fría y pegajosa mi mejilla. La televisión está rota en el suelo; la veo a través del hueco que dejan libre los dos sillones. Casi no me puedo mover. No, no me puedo mover. Quiero jalar mi cuerpo, utilizar mis brazos para incorporarme.)

–Escucha esta canción: se llama Caín. –Pero si ya la hemos escuchado, le dije condescendiente.

–Tú escribe mientras yo escucho. Aquí está tu Casta con el Sapo de Toledo. –Y la depositó lentamente sobre el escritorio–. Lo miré y tenía una de esas sonrisas que,... Me hizo recordar un comentario de José Luis: Si una persona al sonreir se ve peor que con su semblante natural, ¡cuidado!

(Es como estar anestesiado, ya logro ver mi mano pero no la siento. Está roja… es sangre, está llena de sangre seca, medio cuajada, pero sí, es sangre. Me siento cansado, me duele la cabeza, siento mi cabello mojado, como lleno de gel. Parpadeo seguido y me arrastro un poco, tengo puestos mis zapatos; la goma de su suelas hacen buena palanca con el suelo. Quiero llegar a la puerta del balcón, está como a dos metros. ¿Qué, no puede ser?, ahí está la paloma, malditas palomas, ni con la creolina se han ido.)

–Vete a escribir en lo que yo pongo algo de música, traje algo de Alejandro Filio.

(Me gusta este departamento; para mí fue de gran agüero que recién me instalé y había nacido el pichón: Pipiolo, así lo bauticé. Permití la estancia de esas palomas con la firme promesa de que en cuanto Pipiolo apenas volara, los sacaría de mi balcón. Pero no ocurrió lo segundo. Se aferraron los tres, Pipiolo y, supongo, sus padres. Ahí está, debe ser el pichón que se cree dueño de la casa, claro aquí nació.)

−¿Qué pasó Suárez, cómo has estado? –Pues muy bien, mano. Justo estoy intentando empezar un artículo y apenas se me ocurrió algo, le dije mientras guardábamos las cervezas dentro del refrigerador.

(Jiménez, ¿Jiménez?, claro, pero ¿por qué después de tantos años? Sí, la venganza es algo… sí, un platillo frío que se come… sí. Me siento torpe y lento. Jiménez. Ya lo sabía. Fue como si me dejara castigar. Fue mesurado, no, está mal. Reconocer su empeño paulatino. Es un mal momento para admirarlo.)

–¿Castas, muy bien Jiménez, dónde las conseguiste? –En el Oxxo.

(Se me cierran los ojos, Pipiolo se acerca a mi malva extremidad izquierda. Camina hacia mí con ese andar simpático de las aves que a cada paso sus cabezas van de atrás a adelante; se detiene. Fue enternecedor verlo aprender a caminar con esa torpeza natural, mover sus desplumadas alitas. Ahora, su mirada casi perpetua se parece al horror. Mis pestañeos son más pausados, más pronunciados y graves. Es como tener sueño. ¿Me estoy muriendo? Parece que sí. Siempre creí que sería algo más heroico: morir en nombre del amor, de una lucha social, de la justicia. No pensé morir por una traición. Esta infamia… sí, al final fue visitada por la justicia, la de Jiménez.)

Estaba por escribir un texto sobre cómo la Carta de Belerofonte es una excelente metáfora para describir el resultado de muchas decisiones de los seres humanos.

Alguien tocó el interfono; debe ser Jiménez. −Ábreme wey que está lloviendo y ando descubierto.

viernes, 6 de junio de 2008

Queremos que Ginger Sonría

He conocido mujeres y hombres que tan sólo con su presencia, son capaces de constituirse en referentes para el resto de las personas que los rodean, suelo llamarlos hombres brújula. Pueden ser reservados, extrovertidos, porque su ¿cualidad, don? no se finca en sus actitudes sino en la energía corporal que despiden e irradia todo su entorno. En otras palabras, en donde se paran de inmediato se constituyen en el referente, la medida a partir de la cual los demás construirán sus jerarquías.

He convivido, también, con mujeres y hombres a los que denomino cerrajeros, porque ellos hacen que las cosas sucedan. Poseen la bienaventurada capacidad de culminar procesos que parecen destinados al fracaso. Los hay ignorantes y eruditos (y todos los grises intermedios), creo que ello se debe a que la energía que emana de sus cuerpos despierta en los demás un ¿perfecto? acoplamiento de talentos. No lo sé, pero a su alrededor la individualidad inherente al ser humano cede a la conversión de personas en engranajes con un fin determinado.

Pero en el mundo no sólo hay hombres brújula y cerrajeros, también existen personas a las que llamo sintetizadores, porque tienen la ¿virtud, defecto? de precipitar el conflicto en cualquier esfera humana: fraternal, familiar, laboral, entre otras. Estos individuos en donde siembran su pie o su verbo, florecen impactos y destrucción; hay que tener cuidado con los significados ya que ontológicamente la destrucción es un elemento por lo menos contrario al desarrollo, pero gnoseológicamente, es un elemento que posibilita el transito a otro desarrollo. No es un fin sino un medio.

Y en efecto, también hay seres que denomino vacuos, debido a que alrededor de ellos las cosas no cambian, ni mejoran ni empeoran; permanecen.

Los más conocidos son los predictores, que, como es evidente, saben lo que va a pasar, pero no lo pueden divulgar pues de hacerlo convertirían el futuro en una posibilidad, ya no más en un suceso cierto de ocurrir, algo así como un “efecto Casandra”. De hecho yo he propuesto nombrarlos casandros, aunque se escucha poco estético, quizás hasta peyorativo.

Hay más categorías, todos pertenecemos a alguna de ellas, pero no todos nos lo creemos. No alcanzaría a describirlos en lo que me resta de vida, así que sólo he mencionado a los más interesantes, a mi juicio, hasta hoy, que después de 25 años regreso a La Plata, en mi amada Argentina, y me encuentro frente a Ginger.

Cuando partí a Europa a recorrer mundo, Ginger aún no salía del vientre de su madre, mi querida Matilde O’higgins, esposa de Octavio Galarzza. En qué hermosa mujer se convirtió Ginger.

Ella es morocha como su padre, con cabello negro rizado y ojos azules heredados de su madre. Agrego que es muda y ciega.

Cuando fui a visitarla, por primera vez , el mayordomo de la residencia no me permitió verla; alegué que era un viejo conocido de la familia. Aquél me miró con suspicacia y cerró la puerta; dos minutos después abrió de nuevo y me dejó pasar. La soberbia fachada de la residencia cumplió su promesa y me mostró una magnánima elegancia en el interior de la misma. Los objetos de decoración simétricos, prevalecían; no había pinturas ni retratos en ninguna de las grandes paredes. Cuando me senté en un sillón de la sala, percibí que todo en esa casa era color negro o blanco; me sentí tremendamente solitario. Por un momento pensé que ese lugar tenía algo de inhumano.

−¿Desea que le sirva algo?, me sustrajo de mis pensamientos el mayordomo.

−Sí, por favor tráigame un mate.

−La Señorita Galarzza bajará en unos minutos. −No es hora de visitas−, me susurró como quien por travesura comparte un secreto. Yo asentí, sin saber el porqué.

El encuentro duró escasos minutos; no nos conocíamos y la charla giró en torno a sus padres ya fallecidos. Pero puedo jurar (no acostumbro a utilizar ese verbo) que en mis 52 años de vida, jamás me había sentido igual. Fue, recuerdo, cuando al evocar un recuerdo de sus padres, Ginger se sonrió y me hizo sentir en las venas el ímpetu que me llevó de América a Europa y de ahí al Asia, al África, incluso a la Antártida. Fue un instante, lo sé, pero el jolgorio de recuerdos que pueblan mi memoria convergió y tendió a revitalizar mi piel, mi corazón y mi alegría, sobretodo mi alegría. Esa sensación me distrajo el resto del encuentro.

Partí cuando empezaba a oscurecer. Quedé en regresar la siguiente semana; el mayordomo me acompañó hasta la puerta.

−La Señorita Galarzza no es feliz. Usted conoció a sus padres, ¡haga algo! Otra vez con ese tono de fechoría. Yo le sonreí y me retiré.

Llegué al hotel, y en la recepción había un mensaje para mí:

“Ricardo, apenas me enteré que desembarcaste en la Argentina, me dispuse a localizarte. Te tengo una sorpresa. ¿Recuerdas aquel libro que te empeñaste en buscar por todo el mundo si fuese necesario, y que creo que fue el que determinó tu nomadismo? Te lo he conseguido; sí, veintitantos años después, pero mientras te escribo este mensaje, acaricio su exquisita pasta. Te espero en la casa de Belgrano.”

El "viejo" Gregorio Bengoechea, −¿¡Che, todavía seguís vivo, canalla!?, pensé con inusitada alegría, ésa que da solamente cuando se vuelve a tener noticia de un gran amigo al que su encuentro siempre está sucedido por el jamás. De pronto me asusté porque recordé que me fui de la Argentina buscando el Libro de arena que, según Borges, existe. Pero para mí ese verso fue una alegoría, más nada.

Al día siguiente fui a visitar a Bengoechea. Obviaré la bienvenida, las amabilidades y el amor por mi viejo amigo. Omitiré la felicidad que nos visitó esa tarde. Sólo diré que me entregó el Libro de arena, tal y como lo imaginaba, como lo describió Jorge Luis en el libro homónimo.

Fue en ese momento cuando relacioné a cabalidad la sonrisa de Ginger con el feliz encuentro que tuve con el viejo Gregorio, que es dos años menor que yo. No abrí el libro, antes quería ver nuevamente a Ginger. Convertí esa segunda visita, prevista para la siguiente semana, en el prefacio del libro ¿mágico?

Llegué a casa de Ginger a las siete de la noche; el mayordomo, adelantándose a mi mano, me invitó a dar una vuelta por el jardín.

−Ella no es feliz. Toda la gente que viene a verla… no la quieren, ellos sólo desean la felicidad que la Señorita les provee cuando sonríe. Así ha sido desde que era una niña; sus padres lo sabían y lo aprobaban. Han venido de todo el mundo: árabes, estadounidenses, asiáticos. Ella cambia sus vidas con su sonrisa, pero quieren más… Claro, algunos ya no regresan, pero hay otros que insisten… No quieren a la Señorita. –Más que una charla, parecía que el mayordomo buscaba mi coincidencia, como si buscara que yo cambiara las cosas. No sabía qué decir.

−¿Usted la quiere, verdad?

No era una pregunta, él parecía desesperado porque le respondiera que sí, que me importaba o que quería a Ginger, mas no… no lo sé. Pronto me sentí un truhán pues en realidad regresé para corroborar mi argumento.

El mayordomo ya no me dio tiempo de responder, habíamos llegado a la puerta, me cedió el pasó y alcancé a ver en la parte interior de su muñeca una cicatriz que parecía larga. Aventuré la hipótesis de un suicidio frustrado, pero la ruta de ese sello epidérmico aludía una agresión o un accidente.

Un poco entristecido por mis intenciones, miré a Ginger bajar por las escaleras. Parecía que los peldaños se acomodaban al leve suspirar de sus zapatillas; no había residuos de tosquedad en su descenso. Me sonrió y otra vez… otra vez la cascada de furia vital se apoderó de mi cuerpo.

¿Para qué continuar, para qué? No he vuelto a la residencia Galarzza, no pienso hacerlo.

Hoy por la mañana un tipo me asaltó; se llevó toda mi plata y me soltó un fierrazo en la muñeca izquierda, que me tuvieron que dar quince puntadas. Por suerte ya había depositado el libro en la caja de seguridad.

Hoy en día creo que Ginger nos ha superado, es el siguiente paso, de otra manera no puedo explicarlo. Ni los cerrajeros, ni los brújulas… ninguno de nosotros tiene esa capacidad.

Si alguno lee esto se preguntará qué tipo de hombre soy. Ginger me dio la clave de ello, me dio mis dos últimas felicidades, el libro de mi vida y saber que soy un hombre espejo, quien está junto a mí, sabe para siempre su identidad, lo que es y lo que hará; soy Ricardo Luis Vitelli, mayordomo de tu felicidad.